Es bien sabido que, hasta hace no mucho, la valentía y la rebeldía típicas de la juventud empujaban a muchos nuevos votantes hacia opciones de izquierda. Sin embargo, en los últimos años, y muy especialmente en los dos más recientes, esa inclinación se ha invertido. La mayoría de las encuestas, tanto nacionales como autonómicas, muestran que las personas menores de 30 años votan hoy más a la derecha que nunca, incluso hacia partidos catalogados como de “extrema” derecha, como VOX o Aliança Catalana en Cataluña.
En tertulias y redes sociales se critica ese viraje y se responsabiliza a los jóvenes de apostar por un voto más “radical” que rompe con las dinámicas tradicionales. No hay una única causa que explique el fenómeno, pero sí varios factores que lo alimentan.
El descontento surge, sobre todo, de la percepción de que los partidos tradicionales, Partido Popular y PSOE, funcionan casi como la misma estructura. A pesar de sus diferencias programáticas, se extiende la sensación de que su prioridad real es conservar el poder, incluso cuando eso entra en conflicto con el bienestar ciudadano.
A esto se suma la casi total ausencia de propuestas dirigidas a la juventud. En la carrera por mantener mayorías, ambos partidos concentran sus esfuerzos en dos grandes bloques del electorado: funcionarios y pensionistas, que representan cerca del 32% del censo. Por eso los titulares se repiten: subidas salariales y revalorizaciones de pensiones; mientras tanto, el resto de salarios, y muy en particular los de los jóvenes, permanecen estancados.
Surge entonces otro elemento central del malestar: la distancia entre el discurso oficial y la realidad cotidiana. Mientras oímos al presidente decir que el país va “como un cohete” o que las nuevas generaciones lo tienen todo más fácil, la experiencia de muchos jóvenes es otra: empleo inestable o precario, la idea de comprar una vivienda que roza lo utópico, sensación creciente de inseguridad y ayudas públicas que parecen focalizadas en colectivos concretos, dejando fuera a una gran parte de la juventud.
Y aquí aparece el debate sobre inmigración. No cuestiono la legítima búsqueda de una vida mejor por parte de las personas migrantes; ese derecho es evidente. El problema radica en la gestión política de recursos y ayudas: es injusto enfrentar a colectivos igualmente desatendidos mientras quienes gobiernan instrumentalizan estas tensiones para ganar votos. Lo que enerva a muchos jóvenes no es la diversidad, sino la sensación de que el reparto de oportunidades es opaco, arbitrario y supeditado al interés electoral del momento.
La llegada constante de nuevos inmigrantes, mal gestionada, intensifica problemas ya existentes: vivienda y precariedad laboral. Aunque algunos expertos afirman que “mayor demanda no tiene por qué disparar los precios”, en un mercado con oferta insuficiente la presión demográfica complica el acceso a un techo digno. En el empleo, ampliar la masa laboral sin una estrategia que cree oportunidades reales provoca saturación en las ofertas disponibles y permite que se rebajen condiciones, porque siempre habrá quien acepte menos. El resultado: más gente sin oportunidades y una precarización que se extiende.
A esto se suma el papel de las redes sociales: los algoritmos amplifican el descontento porque la crispación genera interacciones y visibilidad. Pero las redes no son solo un problema; bien usadas, permiten contrastar opiniones, conocer realidades ajenas y movilizar demandas. El desafío es cómo evitar que el ruido se imponga a la discusión razonada.
En este contexto, ¿qué ocurre con nuestras prioridades? Muchos jóvenes observamos la España en la que tendremos que vivir las próximas décadas y nos sentimos vigilados por riesgos que parecen desbordar las respuestas públicas: la sombra de conflictos lejanos, la inestabilidad económica, la escasez de oportunidades y la inseguridad cotidiana minan la esperanza de un porvenir mejor. Por eso cambian nuestras preocupaciones: ahora pesan más la seguridad, la libertad individual, la meritocracia y la gestión de la inmigración que las reivindicaciones clásicas de redistribución que antes nos definían.
El joven que antes pensaba en los demás detecta que nadie piensa en él; si no empieza a velar por su propio futuro, corre el riesgo de quedarse atrás, o de arrastrar a toda una generación con él.
¿Por qué, entonces, muchos jóvenes se giran hacia la derecha? Porque la izquierda ha perdido credibilidad a ojos de parte de ese electorado: ha gobernado largos periodos y, para muchos, las condiciones de vida han empeorado o no han mejorado lo suficiente: mayor desigualdad, sueldos estancados y precariedad laboral persistente. A eso se suma el desgaste de los sindicatos y la sensación de que las herramientas tradicionales de defensa laboral están cada vez menos eficaces.
Como consecuencia, el voto se dirige hacia partidos que hablan directamente a esos miedos: mano dura contra la inseguridad, medidas más estrictas en inmigración, promesas de bajadas de impuestos o liberalización del suelo para construir vivienda. Muchos de esos partidos, catalogados como “de extrema derecha”, venden discursos simples y atractivos: respuestas rápidas a problemas complejos. Puede que ofrezcan un sueño, que regalen consignas o que, en el fondo, no transformen la realidad. Pero si lo hemos perdido todo, ¿qué nos queda si no soñar?
Para terminar, una pregunta dirigida a los responsables de siempre: ¿es este el país que quieren dejar a sus hijos y nietos? Deseo y espero que la respuesta sea no.

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